LOS CURAS EN «LOS CRISTEROS» DE J. GUADALUPE DE ANDA

LOS COMIENZOS

“–¿Qué sabes de la refolufia? ¿Se vendrá la bola?

“–Pos oiga, l’amo, yo creo que sí. La gente, y sobre todo las mujeres, están muy alebrestadas. Nicolasa mi mujer desde ayer no me ha dejado en paz, haciéndome cargos de conciencia si no venía a la pelegrinación. Y usté sabe, don Ramón, lo que son las mujeres… Sobre todo cuando train encima a los padrecitos…” (p. 22).

Conversaciones de esta índole van haciendo los rancheros mientras se dirigen a Caballerías en “pelegrinación” de desagravio a nuestro Padre Jesús. Se rumorea que los sacerdotes están siendo perseguidos cruelmente, y que en todas partes los buenos cristianos comienzan a organizarse para defender su religión. Las celosas mujeres lo creen a pie juntillas, y arrastran a sus maridos, rancheros de pelo en pecho, a tomar como cuestión de honor su adhesión a la causa cristera.

Del rancho de Los Pirules, toda la familia de Ramón Bermúdez ha emprendido la marcha a Caballerías. Aunque él es hombre pacífico y sensato, doña Trinidad –su mujer– no le perdonaría si no respondiera al llamado del padrecito Filiberto; tampoco se lo perdonaría su madre, María Engracia, anciana crédula y pertinaz, tan afecta a los rezos como implacable con los “enemigos de la religión”. En cuanto a sus dos hijos, parecen piezas de distinta fragua: Policarpo es fogoso, arrebatado, amante de la acción violenta; ya debe una muerte. En cambio Felipe –seminarista destripado– es más bien un ideólogo, aunque también extremista; liberal declarado, considera a los sacerdotes como partidarios de la explotación y promotores del fanatismo. La persona de tío Alejo completa la familia; es un viejecito correoso que no tiene fe en las revoluciones de ningún tipo; prefiere llevar la vida con filosofía; participar en las fiestas, pero sin meterse en problemas. No ha matado a nadie –asegura–, sólo a Blas El Tacuache, “pero ese era un polecía” (p. 12).

A estas figuras hay que añadir otros personajes de no menos importancia en la narración, y primeramente los sacerdotes que J. Guadalupe de Anda presenta como goznes de “la guerra santa en Los Altos”, según suena el subtítulo de su novela. De estos eclesiásticos nos iremos ocupando a lo largo del comentario.

Volvamos al hilo de los acontecimientos. ¿Qué sucedió en Caballerías? Que el padre Filiberto, aprovechando la aglomeración de tanto peregrino, les lanza un sermón de Pedro el Ermitaño incitando a la lucha armada contra las fuerzas del gobierno, al que califica de impío y diabólico. A los que sigan su consigna de levantarse en armas les promete las puertas del cielo abiertas de par en par; a los timoratos los amenaza con el castigo del infierno.

Terminado el bombardeo del cura, “los peregrinos, unos atemorizados, otros convencidos, y los más desconcertados, se dirigen a ensillar sus caballos para retirarse a sus ranchos” (p. 30). Es entonces cuando interviene Policarpo y con una arenga basada exclusivamente en el reto a la hombría de aquellos valientes apanterados, reúne a un buen grupo de voluntarios. “¡Cómo se iban a quedar impávidos ante aquel llamado viril de Policarpo, en aquellos lugares, donde una mala mirada, un daño en las labores, un desaire al no aceptar una copa, o una cuenta que no se paga al plazo, es motivo de balazos…!” (p. 31).

Los nuevos cristeros son descritos con toda su ignorancia, fanfarronería y brutalidad; su vileza resalta desde las escenas que tienen lugar cuando el grupo se emborracha en el tendajón de María La Galleta.

Los del bando contrario –los “pelones”, los “sardos”, los “juanes” – también son pintados con toda su vulgaridad e ignorancia. Miserables y viciosos, están dispuestos a cualquier cosa con tal de salvar el pellejo y agenciarse algo en las revueltas.

El primer choque es derrota para los federales. El teniente Coello y sus acompañantes caen, en San Juan, víctimas de una horrible matazón por parte de los cristeros, quienes extreman su crueldad con muestras de una absurda euforia. Esta matazón da lugar –en boca de Felipe– al primer enjuiciamiento preciso de lo que él observa en el movimiento cristero: “ese primer encuentro, desgraciadamente, va a ser el comienzo de una guerra encarnizada, cruel, que acabará con la tranquilidad de la región; que segará millares de vidas, cuyo sacrificio será estéril. Que dejará muchas viudas y huérfanos desamparados y madres abandonadas, sin otro recurso que la mendicidad” (p. 60). De esto culpa abiertamente a los sacerdotes, a quienes señala como instigadores, y se duele del inconsciente entusiasmo de los rancheros alteños.

ARRASTRADOS POR LA CORRIENTE

Cuando Policarpo instala su campamento en Cerro Colorado, ya son doscientos los cristeros que forman su “columna”. Muchos de sus primeros seguidores aún no están convencidos de la empresa, pero… “ya vites lo que dijo el padrecito en el sermón, que todos los que juéramos cristianos habíamos de ir, o que nos atuviéramos al castigo de Dios… Y aluego la hablada de Policarpo, que todos los que nos sintiéramos con tamaños lo siguiéramos, ¿pos qué iba uno a hacer? (p. 71).

Otros se han adherido con la expresa voluntad de robar, violar, tomar venganzas.

El resto, son gente irresponsable, “rancheros montaraces, asustadizos, que rara vez bajan al pueblo, y vienen ahí sin saber por qué vienen ni hacia dónde van; tan sólo porque los llevan sobre sus doloridos lomos las pacientes acémilas…” (p. 73).

Con esta categoría de soldados, organiza Policarpo la toma de San Miguel, salto que termina con una simple desbandada de los federales, pero que los cristeros celebran como un gran triunfo. En la casa de don Chon, donde se les ofrece un baile, el jolgorio es mayúsculo, y las leperadas, subidas de tono. “Entrados en calor, los bailadores redoblan a zapatazo limpio, y las mujeres taconean a toda ley; se levantan picarescamente la falda para lucir las puntas bordadas de sus fondos y enseñar sus robustas pantorrillas, a pesar de la presencia de los santos padrecitos, que se remueven gustosos sobre sus asientos y aplauden a rabiar…” (p. 89).

Crecido por los “triunfos” de San Juan y San Miguel, Policarpo crece también en ambición, con sus hombres, que ya son trescientos, parte a Rincón de Chávez a reunirse con el padre Vega para organizar juntos la marcha sobre la Capital.

La descripción del cura es grotesca:

“Va montado en un caballo tordillo, con chaqueta de cuero y pantalón ajustado. Un sombrero de pelo, alacranado, substituye el litúrgico bonete. En lugar del hisopo que bendice y arroja agua bendita, lleva debajo de la ación de la silla un 30-30 que escupe balas y mata a nombre de Cristo Rey…

“Pelos erizos comenzaban a ennegrecer su cara tenebrosa y sus ojos desviados despedían destellos de perfidia y de maldad.

“Más que padre, parecía uno de tantos panteras salido del mismo Rincón de Chávez, o venido de Tacoitapa a algún fandango.

“No iba a defender la Doctrina de Cristo; iba a hacer la lucha para llegar a obispo, canónigo, o cuando menos a cura de un curato mejor; ya no quería seguir soterrado en aquel mísero villorrio. Por la misma razón se habían levantado Angulo, Pedroza, Aldape, curas todos de congregaciones y rancherías paupérrimas.

“Los clérigos, curas, canónigos y obispos que disfrutaban de comodidades y dinero, no se habían levantado jamás ni se levantaron. No tenía por qué…” (p. 94-95).

Este cura siniestro –el padre Vega– va a ser por un tiempo el compañero y jefe de armas de Policarpo.

EL TOQUE FEMENINO

Cansados de estar escondidos en Cerro Gordo, los cristeros bajan al Plan y acampan en la ranchería más inmediata.

“Divididos en pequeñas guerrillas se desparraman como la langosta por toda la región de Los Altos.

“Asaltan pueblos mal guarnecidos; exterminan las defensas, saquean, exigen prestamos y secuestran a gentes acomodadas” (p. 130).

“Con esto su fama crece hasta la apoteosis: unos los juzgan napoleones, otros los consideran santos, y los adoloridos los califican de bandidos…

“Ahora comienza la revolución cristera” (p. 131).

Contemporáneamente, se lleva a cabo una intensa campaña: “Los ranchos se despueblan a gran prisa, agitada la gente por la intensa propaganda de beatas y liguistas, curas y sacristanes. Que no se dan reposo, ya avivando el fanatismo ancestral de aquellos hombres; ya reviviendo su fama de calientes y matones; ya emulando la fanfarronería de su limpia sangre criolla, o estimulando su ingenua credulidad con promesas ultraterrenales” (p. 131).

El grupo de Policarpo y sus más leales seguidores se ha separado ya del padre Vega, y aunque han tenido la audacia de llegar hasta La Barranca, muy cerca de Guadalajara, están sin parque y desanimados, sostenidos sólo por el amor propio. Los emisarios que han visitado, en la ciudad, al jefe de la Liga, no obtuvieron nada más que promesas y elogios vanos; aquel “opulento burgués” solamente les ofreció reliquias y jaculatorias, y aun tuvo la desfachatez de mandarle a Policarpo el consejo de caer sobre los poblados para hacerse de recursos…

En tan árida situación aparecen Marta Torres y otras  dos muchachas, cristeras de la brigada de Santa Juana de Arco. Marta es la generala en jefe de ese grupo de atrevidas guerrilleras que llevan parque a los rebeldes.

Surge el inevitable idilio entre Marta y Policarpo, romance de muchos días, hasta que se ve alterado por la misteriosa interrupción de las visitas de Marta. Desesperado por la incógnita, Policarpo se resuelve a ir hasta Guadalajara acompañado de sus más fieles soldados: El Pando, La Pachanga y El Canelo. En el changarro de doña Cholita se enteran de la tragedia: Marta ha sido arrestada y conducida a las Islas Marías…

EL COBARDE PEDROZA

Otro cura que anda en la revuelta es Pedroza. Por mandato suyo, el Cacarizo asalta el rancho de Los Pirules, donde golpea vilmente al tío Alejo mientras sus hombres medio matan a don Ramón por no haber podido robarle el caballo. El pretexto para el asalto es la búsqueda de Felipe y la desafortunada aparición de un papel comprometedor.

Después de que arrasan con todo, el Cacarizo comenta con cinismo:

“¡Denle gracias a Dios que no haiga venido el padrecito Pedroza…!” (p. 161).

El feroz atropello pone un jaque a la fe de don Ramón y de tío Alejo, quien resume en una frase dolorida toda su desilusión:

“¡Pobrecito de Cristo con estos defensores!” (p. 167).

Mientras tales cosas suceden, Felipe y su amigo Ranilla andan huyendo perseguidos por un grupo de cristeros. Está de por medio la traicionera denuncia del Chanclas, otro ex-seminarista.

Cuando los dos amigos se sienten más al seguro, comentan los acontecimientos que se están registrando. Comienzan por maldecir la vileza del Chanclas:

“–Los resabios del seminario, Ranilla. ‘De cura destripado o padre jerrado, Dios te agarre confesado…’ según dice el tío Alejo” (p. 172).

Comentan la audacia eficaz de las cristeras, apenas pasables en cuanto a sus atractivos físicos, pero más dignas de admiración que las “beatas aburguesadas que las azuzan y dirigen”, pero se quedan en sus casas rodeadas de riqueza y comodidad (cfr. p. 174).

Comentan sobre todo la responsabilidad de los dirigentes principales de la lucha cristera:

“Mientras éstos se están jugando la vida, a salto de mata por los montes y las sierras, muertos de hambre y empiojados, los cristeros vergonzantes, los curas y los burgueses que los empujaron a que fueran a defenderles, no a Cristo, sino a sus intereses, siguen viviendo tranquilamente en sus casas, con sus capitales intactos, rodeados de garantías y consideraciones; algunos, todavía engordando en los curatos, y otros en el extranjero, disfrutando de sus cuantiosos caudales, sin importarles saber que los árboles de la región de Los Altos ya no pueden resistir el peso de tanto ‘sano’…” (p. 175).

Cuando menos se lo esperan, Felipe y Ranilla son apresados y llevados ante la presencia del cura Pedroza; la descripción que se hace de este sacerdote es repulsiva:

“Era bien conocida la forma de este cura sombrío, inexorable y cruel con los enemigos que caían en sus manos. A nadie perdonaba; al que no fusilaba, lo colgaba u ordenaba que se le apuñalara…

“Su color cetrino, sus ojos torvos y recelosos y la boscosa barba negra que le ensombrecía la cara, le daban el aspecto de un beduino” (p. 184-185).

Más repugnantes son sus actos y las farsantes expresiones con que pretende justificar su proceder.

Por lo que respecta a Felipe y su compañero, el cura resuelve emplearlos como rehenes para obtener un rescate de cinco mil pesos.

Los crímenes sangrientos de Pedroza son numerosos; la matanza de Palo Blanco es el ejemplo más espeluznante de su sadismo. Guiados por él, un grupo de cristeros asesinan a toda una población de agraristas, tomándolos de sorpresa mientras están en sus labores. Diez labradores que en vano tratan de escapar, son ahorcados bárbaramente.

Un gesto más de inaudita barbarie es el asalto al tren, en Ojo Largo, En este asalto participan las columnas de los tres curas: Vega, Pedroza y Angulo. Mientras preparan el golpe, hacen comentarios sobre sus propias ambiciones. El cura Vega le promete a Pedroza liquidar a Policarpo… “para que no te haga sombra… ¡Por éstas…!” (p. 201).

EL CRIMEN DEL CURA VEGA

Convencido Policarpo de que no podrá recuperar a Marta, vuelve a la lucha con nuevos bríos, con mayor violencia, y también con mucha fortuna.

Se ha transformado en un héroe, en una figura que comienza a ser idolatrada por el fanatismo, y temida por los “pelones”.

Cuando se halla en lo más alto de su carrera ascendente, lo hace caer el envidioso padre Vega. Lo manda arrestar con la falaz acusación de conocérsele intenciones traicioneras; en un acto de increíble perfidia, lo insta en nombre de Cristo a que deponga las armas y luego da la señal para que sus esbirros lo desgarren a puñaladas.

TODO ESTÁ CONSUMADO

Lo que sigue después de este crimen no es sino el epílogo desolador anunciado desde el principio de la novela. Por orden del gobierno, todas las gentes de las rancherías deben concentrarse en los pueblos, de lo contrario se les matará apenas se les encuentre.

Miserables caravanas recorren los caminos polvorientos llevando los despojos de su propio desamparo. Son los verdaderos inocentes, los que no han participado en la lucha, pero han sufrido las consecuencias, y ahora pagan con el éxodo la irresponsabilidad de los ocultos azuzadores. Contra éstos, Felipe da un fallo inmisericorde:

“Esta maldita revolución, producto de la rapacidad y la perfidia de curas, acejotemeros, hacendados y liguistas, que se han quedado muy tranquilos en sus casas, mientras esta gente bronca y generosa de los campos alteños se mata todos los días, va a acabar con todo…” (p. 231-232).

María Engracia, la hembra bravía que no se doblega ante ningún sufrimiento, no ha resistido el paso de tanta desolación y ha muerto.

Tío Alejo vive todavía, aunque aguijoneado por el mismo deseo de desaparecer: “Ya me pesan los años y las penas; siento como su trujiera sobre el lomo una losa muy pesada, que me estuviera arrempujando a la sepultura… Y creo, Felipillo, que en esta ocasión les he quitado el trabajo de que me traigan cargao desde el rancho con los pies pa’delante…” (p. 233-234).

Y el dueño de Los Pirules, don Ramón, se ha vuelto loco: “con la razón perdida, va hablando solo y riéndose, sobre su caballo pocholongo, cojitranco” (p. 226).

CONSIDERACIONES

Para desvanecer eventuales equívocos, quiero subrayar lo que cualquier lector atento ha comprendido: los párrafos anteriores resumen el contenido de la obra y reflejan también las intenciones del autor, abiertamente denigratorias de la empresa cristera. Basta reparar en su frecuente empleo de la parodia y en su fácil caída en lo grotesco.

Insisto: esta reseña no tiene como propósito dar un fallo sobre la lucha cristera, sino abrir las páginas de una novela tal como fue escrita y examinar algunas figuras tal como allí aparecen.

Los curas Vega y Pedroza son presentados como sacerdotes monstruosos. Del padre Angulo se hacen pocas alusiones pero superficiales para acusarlo de vileza. En cuanto al padre Filiberto aquel primer azuzador que aparece en la novela, hallamos este comentario hacia el final de la obra: “… el padrecito don Filiberto, que jué el que movió aquí el agua con el sermón de Caballerías y los papelitos que repartió, le dejó su rancho a don Atenógenes el que nos dio los rótulos de ¡Viva Cristo!; se puso de catrín y se fue pa Guadalajara. Dicen que llevaba un tanate llenito de onzas de oro…! ¡quén sabe…!” (p. 218).

Son, pues, figuras abominables estos sacerdotes que presenta J. Guadalupe de Anda. No viene al caso discutir si corresponden o no a la realidad; estamos convencidos de que no, aunque se inspiren en personajes reales. Con todo, es interesante preguntarse por qué el novelista cargó las tintas y escupió tanto veneno al esbozar esas figuras. ¿No será porque en el período cristero hubo también algo de los horrores y errores que el libro condena? ¿No será porque el autor conoció a malos elementos entre el clero? A quienes deseen una información amplia sobre la guerra cristera, le recomendamos los tres volúmenes de La Cristiada, magistral investigación de Jean Meyer.

Libros como éste de J. Guadalupe de Anda pueden hacer mucho daño aun entre los católicos, por los negros conceptos que inoculan respecto al sacerdote, pero eso no acontece cuando se tiene capacidad de discernimiento y una adecuada preparación.

Antes de cerrar esta reseña –y para estímulo de quien no haya leído la novela– quiero añadir que, independientemente del trato que en ella se da a los sacerdotes, es una novela valiosa por su realismo genuino, sin retoricismos ni adjetivaciones inútiles, y por el acierto con que reproduce, a través del habla popular, el alma bronca y espontánea de los moradores de Los Altos.

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Nota: Las citas están tomadas de la tercera edición de la obra: México, 1974 (las dos ediciones anteriores fueron hechas en 1937 y en 1941, respectivamente). Por lo que se refiere a los datos biográficos de J. Guadalupe de Anda, él mismo escribe: “Mi padre, don José Silverio de Anda, fue maestro de tres generaciones y un literato de prestigio. En mi juventud, terminados los estudios superiores, fui jefe de estación en los Ferrocarriles Nacionales hasta 1914, fecha en que me separé, para incorporarme a la revolución con carácter civil. En 1918 fui electo diputado al Congreso de la Unión, por la región de Los Altos, y continué en la política durante doce años como diputado, y posteriormente como senador por Jalisco, hasta 1930. Mi afición por la literatura nació en esa época, sobre todo cuando la llamada ‘revuelta cristera’, cuyos hechos muchos de ellos presencié…”. A estos datos sólo hay que añadir que J. Guadalupe de Anda nació en San Juan de los Lagos, Jalisco, el 12 de diciembre de 1880.

Published in: on 10 May, 2010 at 2:00  Comments (6)  

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6 comentariosDeja un comentario

  1. queria ver si me pudieras pasar el libro por corrreo electronico u otro que tengas del mismo autor gracias
    mi correo es pedrogomper@hotmail.com

  2. Me yamo Alejandro Narvaez De Anda,mi abuelo fue Gustavo Arturo de Anda pedroza, hijo de Jose guadalupe de anda y de alba, me gustaria saber mas sobre la historia de mi visabuelo.. gracias

  3. SIP PUEDEN PASAR LA3ERA EDICIÓN Q FUÉ EN 1988, GRACIAS,J.GUADALUPE DE ANDA, LOS CRISTEROS LAGUERRA SANTA DE LOS ALTOS, ESTO EN JALISCO.

  4. LA PALABRA «JERRADO» NO EXISTE EN EL DICCIONARIO PERO LA GENTE LA USA COMO DESPECTIVO Y SIN DUDA ES UNA FALTA DE RESPETO.. HABRÁ QUE RECORDAR LOS VALORES CÍVICOS: RESPETO, VERACIDAD, RESPONSABILIDAD, INCORRUPTIBILIDAD, SOCIABILIDAD Y EL VALOR DEMOCRÁTICO.www.ochoaalcala.blogspot.com

    • me interesa mucho saber si gustavo arturo de anda pedroza es pariente de mi bisabuelo francisco de anda caqsado con carolina lopez portillo arochi.tal vez hermano. gracias.

  5. TIEMPO ES MOVIMIENTO, LO QUE PASÓ, YA PASÓ. VIVIR EL PRESENTE Y VER UN FUTURO CON ÉXITO, CON LAS HERRAMIENTAS DE LOS VALORES CÍVICOS FUNDAMENTALES: RSPETO, VERACIDAD, RESPONSABILIDAD, CORRESPONSABILIDAD, INCORRUPTIBILIDAD, SOCIABILIDAD Y VALOR DEMOCRÁTICO; PARA QUE NO PASE, OTRA VEZ, LO NEGATIVO DEL PASADO. Ramón Ochoa Alcalá.


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